Pasión en Córdoba 20230222

Senectud, divino tesoro

POR ANTONIO VARO PINEDA

C uando uno es joven, tiene ganas de comerse el mundo, de verlo todo, de probarlo todo, de no per- derse nada. Es natural. Hay energía, tiempo por delante, hormonas en ebullición y —sobre todo— una altísima dosis de dos hermanas que siempre van de la mano: la inocencia y la ignorancia. Cuando yo era joven según el DNI, me gustaba ver to- das las cofradías, sin excepción. Cada día de la Semana Santa estaba en la calle desde que la primera cruz de guía se ponía en la calle hasta que el último paso se encerraba en su templo. Quería ver y analizar el más mínimo estre- no, disfrutar de cada rincón que valiera la pena, saborear con intensidad aromas, colores y sonidos. Consideraba un drama irreparable perderme alguno de los momentos y enclaves que, en los días previos, había planificado minu- ciosamente ante el guion de horarios e itinerarios. Acaba- da la Semana Santa, hacía balance personal y comparti- do de lo que me había sido dado ver y degustar. Comentá- bamos —con otros que, como yo, habían renovado el DNI sólo una o dos veces— qué había sido lo mejor, lo regular y lomás decepcionante, valorábamos las novedades y guar- dábamos los recuerdos en el corazón. No teníamos cámaras de fotos, ni mucho menos mó- viles ni grabadoras de sonido, y todo lo que quedaba en nosotros de la Semana Santa que acabábamos de vivir pasaba de inmediato al único archivo de que disponía- mos: el archivo invisible y vital de nuestras neuronas. A diferencia de los chips electrónicos, esas neuronas mo- dificaban paulatinamente el color de los recuerdos y do- taban a las vivencias almacenadas de la dulce pátina de la ternura, la emoción y la nostalgia. Cuando volvía a esos recuerdos o, mejor dicho, cuando ellos solos se elevaban ante mí, notaba que se refrescaban y tomaban vida de nuevo ante los ojos: pero ya no eran exclusivamente lo

María Santísima de la Esperanza del Valle, en su primera

estación de penitencia

que vi y sentí, porque tenían el añadido de la perspecti- va, de lo que las lentes del tiempo y la experiencia super- ponían a esos chips del disco duro del cerebro. El tiempo, fiel a su costumbre, fue pasando. Los cinco años preceptivos para renovar el DNI corrían cada vez más. La energía se fue dosificando, las hormonas empe- zaron a batirse en retirada —sin firmar la rendición, eso sí— y la inocencia se diluyó gradualmente. Por su parte, la ignorancia, al mismo tiempo que aumentaba el caudal de mis conocimientos y experiencias, siguió solidificán- dose y creciendo, porque cada vez que aprendo una cosa nueva veo que se agranda y se aleja el horizonte del in- menso mar de cosas que me gustaría saber mientras se reduce el tiempo que necesito para conocerlas.

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SENECTUD, DIVINO TESORO

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